Eran otros tiempos

Como prometí hace unas semanas, hoy vuelvo a recordar aquellas series que, por uno u otro motivo, han marcado mi vida, y, espero, que las de algunos de vosotros también; claro que estoy hablando de la época en que sólo había dos canales, o de los albores (hay que ver lo bien que empleo el castellano) de la televisión privada; aquellos últimos ochenta y primeros noventa.

La época de Alf, MacGyver (próximamente, un remake), Cheers, Miami Vice, Se ha escrito un crimen, o Aquellos maravillosos años (que, a pesar de ser la responsable del único mote que, de verdad, me ha gustado llevar en mi vida, no pasa el corte) ¿Hay alguien que no recuerde estos clásicos? ¿No dejasteis nunca programado vuestro vídeo VHS (o Beta) para no perderos uno de sus episodios? En aquella época el spoiler sólo podía llegar en el patio del colegio o en la cafetería de la universidad. Qué tiempos.

Yo recuerdo perfectamente dónde estaba, y con quién, el día que emitieron el primer episodio de V (y, ya puestos, también lo recuerdo de CSI). Y eso que la historia no era precisamente original; unos extraterrestres afirman llegar a nuestro planeta en son de paz, pero, en realidad, se trata de una invasión (más o menos encubierta) en toda regla, y su idea es utilizarnos como alimento, o esclavos, en el mejor de los casos. Aquel momento en el que nos mostraron su verdadera identidad, como lagartos bípedos, y empezaron a comer ratas, es el que quedó para siempre grabado en nuestra memoria.

Había buenos muy buenos, casi todos ellos en la resistencia, (el grupo guerrillero que luchaba contra los «visitantes», como eran llamados los invasores) aunque también tenían de su lado a algunos lagartos, como Willie (interpretado por Robert Englund, en llamativo contraste con el papel que, verdaderamente, le hizo famoso, el malo por excelencia del cine de terror de la época, Freddy Krueger), y a una niña híbrida de crecimiento ultrarrápido.

El bando de los malos estaba encabezado por la manipuladora Diana y sus secuaces (os voy a contar una de mis batallitas; hace unos años llegué toda orgullosa vestida de Diana a una fiesta de disfraces de temática de los ochenta, y me encontré con que la anfitriona había elegido el mismo disfraz; la solución fue quitarme la peluca morena y cambiar mi personaje por el de Lydia, la lagarta rubia). Quién le iba a decir a Diana que acabaría engañada por su propia hija.

Porque, hace cinco años, alguien tuvo la feliz idea de hacer un remake, protagonizado, en el papel de Anna (mucho más malvada que su predecesora) por la brasileña Morena Baccarin, a la que, últimamente, vemos en todas partes: como Jessica Brody en Homeland, o Vanessa en la descarada Deadpool, o en multitud de series de ciencia ficción o fantasía como Firefly, Stargate, Gotham, e incluso (y seguro que esto no lo sabíais) es la voz de Gideon en The Flash.

La serie no empezó mal, pero fue cayendo en picado; a pesar de utilizar a Diana como recurso de última esperanza, que resulta ser la madre de Anna (y que termina por darte pena, de lo mala que es la hija). Acabó en cancelación fulminante y con efecto inmediato, en uno de los episodios más absurdos que recuerdo (y he visto unos cuantos),  justo en el momento en que Marc Singer (el recordado Donovan de la serie original) hacía su aparición, y con un futuro muy negro para la humanidad. Confío en que alguien nos salvara.

La otra serie de la que voy a hablar esta semana es Luz de Luna. Aunque bien podría haber sido Remington Steele. O incluso las dos. Ambas series, similares; en ellas se dieron a conocer dos que, luego, se convertirían en grandes del cine (mi James Bond favorito) Pierce Brosnan y (el mitíquisimo John McClane, Harry Stamper, Korben Dallas, Dr. Malcolm Crowe, o tantísimos otros) Bruce Willis.

Remington Steele era el nombre de un detective. En realidad la detective era Laura Holt, pero, como era mujer y joven, nadie la tomaba en serio (eran otros tiempos, y no se convirtió en trending topic, ni se solicitaron firmas en change.org). Así que se inventó un personaje masculino para dar nombre a su agencia.

Lo que no esperaba, era que un elegante y misterioso ladrón, que nunca sabríamos cómo se llamaba (pero que tenía cinco pasaportes falsos, todos a nombre de cinco diferentes personajes de Humphrey Bogart) se hiciera pasar por él, y les obligara (si no quería que se descubriera el engaño) a trabajar juntos contra el crimen y contra su mutua atracción. Una curiosidad: justo cuando le iban a ofrecer a Brosnan el papel de su vida (que no es otro que el de James Bond, para el que, prácticamente, había nacido), el canal ordenó la quinta temporada de la serie, castigándonos con una mala temporada y con Timothy Dalton.

Pero, definitivamente, dejó más huella en mi Luz de Luna. Hasta tal punto, que mis amigas y yo (universitarias en la época) no salíamos los jueves, para verla. (Bueno, yo era una niña muy buena; salía poco, y además tenía toque de queda).

Con una intro absolutamente memorable de Al Jarreau, conocimos las aventuras de Maddie Hayes, una (Cybill Sheperd tan delgada que hacía de) modelo que había sido estafada por sus asesores, y que se veía en la obligación de cerrar todos sus negocios. Uno de ellos era la agencia de detectives Luz de Luna, de la que se encargaba un (irónico, atractivo y con pelo, aunque empezaba a tener entradas) tal David Addison, tan embaucador y encantador, que acababa por convencerla, no solo de no cerrar la agencia, sino de trabajar con él y su secretaria, la Señorita Topisto (que en realidad se llamaba DiPesto, pero que alguien tradujo así. Grandes misterios de la Humanidad).

Como suele ocurrir en estos casos, parte de la gracia de la serie, era la química que acabaría surgiendo entre ellos dos. Pero acabó convirtiéndose en su desgracia. Los guionistas sucumbieron a la tentación, y Maddie y David acabaron juntos. La escena, eso sí, fue memorable. Ella confesándole que estaba enamorada de él, creyendo que hablaba con otro, la posterior pelea, (ella cubierta con una sábana, él en camiseta interior de tirantes y boxer) con violencia à la Gilda incluida (definitivamente, eran otros tiempos), y ese beso con el Be My Baby de fondo… Fue el principio del final.

Tengo una teoría. Cuando la atracción de dos personajes en una serie, es tan llamativa y química, que acaba convirtiéndose (involuntariamente) en elemento fundamental de la historia, hay que ser muy prudente en su tratamiento, ya que, una vez que los personajes están juntos, vas a perder una línea argumental importante.

No voy a negar que la escena de Becket empapada por la lluvia, diciéndole a Castle que lo único que de verdad le importa es él, es una de mis escenas favoritas de la televisión, pero la serie perdió mucha gracia, para terminar como ha terminado. Y, (que no me lean mi marido y mi hijo) el te quiero-no te quiero-te vuelvo a querer-pero ahora no, de Felicity ha hecho mucho daño a la cuarta temporada de Arrow (que conste que soy fan de Olicity, aunque siempre pensé que, a pesar de todo, Sara era la pareja perfecta para Oliver). A veces, no hay que hacer (tanto) caso a los fans.

Otra anécdota. La serie pilló una de esas huelgas de guionistas que a veces afecta a Hollywood. Así que, para conseguir completar la duración de un episodio, tuvieron que grabar una escena absurdo-musical, en la que el novio de la señorita Topisto/Di Pesto, baila y canta el Wooly Bully rodeado de guionistas cruzados de brazos y pancartas reivindicativas. Eran otros tiempos; pero en su defensa diré que la música siempre fue importante en aquella serie.

Lo dejo por hoy, pero volveré con más recuerdos, podéis estar seguros.

Publicado en Tribuna de Ávila