Seguro que todos tenéis un programa o una serie, al menos, que os da un poco de vergüenza reconocer que os gusta, pero de los que no os perdéis ni un episodio. Eso que los americanos llaman “guilty pleasures” (placeres culpables o inconfesables) aplicado a la televisión. Yo no iba a ser menos. Aunque, como no sé estar callada, los voy a confesar aquí, que es menos privado, aún, que hacerlo en Facebook. Mis placeres inconfesables (aparte de la versión americana de Masterchef) son los programas de reformas.
Todo empezó un verano de jornada intensiva (qué tiempos aquellos) en el que en un canal de TDT (creo que era Divinity) reponían por enésima vez Anatomía de Grey a la hora de la siesta. Una tarde puse la tele antes de tiempo, y me encontré con la versión original (la americana, sí) del programa que Antena 3 (mal) adaptaría y que llamó Esta casa era una ruina.
En el programa, (cuyo título en inglés es Extreme Makeover, Home Edition) un grupo de especialistas, encabezado por el presentador Ty Pennington, elegía semanalmente a una familia desfavorecida económicamente (pero aún así, propietarios de un hogar por pequeño que fuera o destartalado que se encontrara) y los mandaba una semana de vacaciones de crucero o a Disneyworld; mientras, ellos, un puñado de empresas (que, supongo, trabajaban a cambio de la publicidad que les proporcionaba el programa) y un montón de vecinos, compañeros de trabajo, amigos y resto de voluntarios, tiraban, literalmente, la casa abajo y la volvían a construir, más grande, mejor equipada, y decorada hasta el último detalle.
Voy a confesaros algo más. Lloraba con cada uno de los programas. Recuerdo bien un par de ellos; en uno un empleado de prisiones negro, ex-convicto, vivía con su mujer y un montón de hijos en una casita muy pequeña, en la que se hacinaban separados por cortinas. Fue increíble ver cómo algunos de los antiguos presos colaboraban en la reconstrucción de su hogar, mientras hablaban maravillas de aquel hombre. Otro programa estuvo dedicado a una madre, cuyo hijo había fallecido en un accidente de tráfico, antes de poder terminar la casa que estaba construyendo con sus propias manos. Fue la única ocasión en la que el equipo de demoliciones no trabajó, ya que respetaron fielmente el trabajo del chico.
Es curioso, pero no he vuelto a ver aquel programa, en ningún sitio. Hay episodios completos en youtube, pero quien se atreva tendrá que verlos en inglés y sin paracaídas.
Una vez que ya estaba enganchada, el mismo canal empezó a suministrarme más programas, que tampoco podía dejar. Primero fue Tu casa a juicio (Love it or list it). Aquí el punto emotivo se pierde para pasar al puro y duro consumismo. El esquema es siempre el mismo. Los propietarios de una casa (generalmente parejas aunque hay algunos padres e hijos), están hartos de su hogar. Uno de ellos quiere mudarse; vender y comprar otra cosa nueva. El otro se conforma con una buena remodelación, pero no está dispuesto a abandonar su querida vivienda.
Ahí es donde entran en juego Hillary Farr y David Visentin, decoradora (y actriz ocasional) y agente inmobiliario. La una intentará adaptar el hogar a las exigencias de ambos, y adaptarse a un presupuesto; aunque siempre, siempre, surgirá una humedad que nadie había visto o una columna inoportuna, que trastocará sus planes, y dejará algo sin hacer; aún así, siempre se las apañará para dejar una casa mucho mejor que la que encontró. Mientras, el otro intentará encontrar un inmueble que se adapte a los requisitos imprescindibles y al presupuesto. Primero empezará con una mucho más cara, luego con una muy lejos de la zona que le habían solicitado. Una vez que encuentra la casa (casi) perfecta, siempre la tercera, los propietarios deberán decidir, si se quedan con la suya reformada, o la venden y compran la otra. Dependiendo de la decisión, uno de los presentadores invitará a una copa al otro, al final del programa.
El programa es canadiense. Hay una versión Vancouver, pero mucho menos carismática. En Divinity y DeCasa (por lo menos).
Para terminar os voy a presentar a los gemelos Scott, Jonathan y Drew. Uno es contratista y el otro es, cómo no, agente inmobiliario. Y yo les veo sólo en dos de sus programas, aunque tienen un montón, todos producidos por su propia productora (de la que son propietarios junto a su hermano pequeño). Primero empecé con La casa de mis sueños (Property brothers), en la que uno de los hermanos ayudaba a una familia a encontrar una casa de segunda mano (después de enseñarles un casoplón que nunca se podrían permitir), y reformarla para convertirla en un hogar de ensueño, de cuya tarea se encargaría el otro hermano. No sabéis la de cosas que se pueden hacer con casas cochambrosas, medio derruidas y llenas de cucarachas, con un poco de imaginación. Y no me refiero sólo a Canadá.
El otro programa que me gusta de los Scott es Vender para comprar (Buying and selling). Aquí los propietarios quieren (desde el principio) vender su casa y comprar otra. Así que necesitarán poner la suya a punto, para que les reporte el mayor beneficio posible, y así comprar una de las casas (todas más o menos adecuadas, pero siempre una un poco más cara y otra un poco más lejos) que les ofrezcan, y que cumplan los requisitos que la familia media norteamericana (aquí da igual que sean canadienses que estadounidenses) desea: Open concept (es decir, las cocinas unidas al salón que vemos en las sit-coms), y un buen backyard (vamos, el patio trasero).
Jonathan y Drew están en todas partes. En el canal DeCasa o en Divinity los encontráis seguro.
Venga, que yo ya he confesado… ¿Cuál es vuestro guilty pleasure?
Un último apunte: recordad que este blog ahora es quincenal.
Publicado en Tribuna de Ávila